Publicado el 25 de febrero de 2017.
El alpargate subía y bajaba sobre el vientre de mi madre, acompasando perezosamente su sueño ligero de siesta escasa; mi hermana durmiendo a su lado y yo al otro haciendo como que dormía… Ese alpargate, era la garantía de que como dictaba la norma no escrita entre los vecinos: «durante la siesta, los zagales estaban cada uno en su casa pa’no dar cancán…» Por ello, en el caso de que mi madre detectara algún sonido o anómala vibración distinta de las habituales que causaría el sopor canicular a tres personas en una misma cama, ese calzado liviano súbitamente se convertía en fusta lacerante y sonora que ¡plafff…! cortaba de raíz el impulso, de escamotear la anteriormente descrita norma no escrita. Un alpargatazo.
Quería bañarme sí o sí… las posibilidades eran escasas, pero tras agotar la espera mi paciencia y con movimientos de caracol pude deslizarme, descolgándome del borde de la muy alta y vetusta cama. Con un silencio de ofidio y cual tal, conseguí reptar hasta la puerta de la habitación cuya apertura era la justa, para escabullirme sin que sus goznes oxidados por el salitre chirriasen delatores mis intenciones transgresoras.
Tenía la playa parecía que para mí solo; las tempestuosas jornadas anteriores habían trastocado en una maravillosa tarde de un tardío día de agosto. El mar, rizado y brioso aunque noble al mostrar con su irregular oleaje sus ocultas y peligrosas cicatrices, invitaba de nuevo al baño confiado…
Entonces, el rugido batiente de las olas pareció silenciado completamente debido a unos alaridos de auxilio desesperados, angustiosos, entrecortados…. Miré alrededor, hasta localizar a duras penas una cabeza y unos brazos que rendían su intento de permanecer a flote… Se ahogaba, y mis trece o catorce años dudaron a la hora de lanzarme en su auxilio esperando que el hombre aquél, que estaba como a unos treinta metros del que se ahogaba, lo hiciese.
-¡¡¡¿Es que no lo vas a ayudar…?!!! Grité muy nervioso.
Era evidente que no. El tipo estaba petrificado; me miraba con ojos ovinos, de canguelo… Tras unos cincuenta metros de trabajoso esfuerzo y a contracorriente me encontré jadeando y zarandeado cual pelele por la inmisericorde resaca, justo a un par de metros, de ella…
Me acerqué, y antes de que me diese tiempo a reaccionar me vi agarrado, arañado, mesado y sumergido, por una vorágine histérica en lucha a muerte por un vital resuello. La chica, al batallar por su vida de forma ciega, asustada y visceralmente egoísta, me utilizaba cual salvavidas pingajo sin reparar en mi también urgente necesidad de respirar, al menos de vez en cuando.
El croché submarino y desesperado que me vi obligado a estampar contra su rostro, claro que la hizo reaccionar, y puso una distancia entre nosotros que sirvió para que se diese cuenta que la calma, era lo único que nos hacía realmente falta, a los dos… El intento de hablar con ella se esfumó al darme cuenta de que era una rubia pelirroja de ojos azules y extranjera; así que, acercándome de nuevo con precaución la agarré esta vez yo de la muñeca, firmemente. Sin dejar de mirarla a los ojos le solté el brazo e inmediatamente le tendí mi mano, dándole a entender que solo debía apoyarse en ella… Me sumergí empujándola hacia arriba, y pese al lastre que aquel cuerpo encima mío suponía, apenas podía agarrarme a la arena movediza del fondo anclando en ella mis pies e intentando llegar al rompeolas, para lo que necesité varias agónicas e interminables inmersiones.
El avance hacia la orilla se hacía casi imposible por la corriente; suerte que el peso de ambos jugaba a nuestro favor y penosamente, nos permitió ir avanzando hasta el banco arenoso sobreelevado del resto del fondo marino donde las olas rompían con más fuerza, pero donde también pudimos ambos hacer pie, y descansar con la respiración desbocada y el agua literalmente al cuello.
Extrañado, me di cuenta que llevaba algo como anudado en mi brazo, cual brazalete de tela casi a la altura del hombro. Varias veces tuve que mirarlo para darme cuenta de que era la braga del bikini de la chica, que en el fragor de la refriega marina por su vida y la mía, se deslizó de su trasero y sus rollizos muslos hasta que, Dios sabe debido a qué casualidad, terminó abrazada a mi brazo derecho.
Ella no se dio cuenta y yo no le di más importancia hasta que, a medida que el nivel del agua delataba nuestro esforzado avance hasta la orilla salvadora, me percaté de un par de prominentes bultos con puntas sobresalientes, como de azúcar tostada, flotando y asomando caóticamente del agua a poco más de un palmo bajo la barbilla de la chica… Con el agua por la cintura, comprobé que tampoco había rastro alguno del sujetador entre las generosas y temblorosas lorzas de la moza. Ésta, en estado de shock no se daba cuenta del desnudo integral que estaba regalando a la no muy concurrida audiencia, que prestaba una indolente atención a los detalles de nuestra peligrosa peripecia en la playa.
Con el agua ya en los gemelos, la madre de la chica se nos acercó tremulosa, con lágrimas corriendo por su barbilla y con una toalla para tapar los excesos magros de su hija. Ésta, al reconocer su desnudez comenzó a proferir unos aullidos extraños, perdiendo de forma más histérica que en el verdadero trance que acabada de sortear, los papeles y el sentido del decoro… Algo descompuesta comenzó a correr por la playa delante de su madre y chillando en no sé qué idioma, con el consiguiente despliegue de sus orondas hechuras tremolantes. Ésto, qué duda cabe contribuyó a aumentar el interés de los espectadores que nos contemplaban…
Yo, mientras, derrengado, subía la pendiente de la playa arenosa hasta mi casa, envuelto en tribulaciones de carne y roces temblorosos que soliviantaron mi ánimo esa tarde y muchas otras, sólo con su mero recuerdo.
Al fin y al cabo eran las primeras tetas que había yo… rescatado.
…eeen fin.
Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.