
Fui Yo, y no vosotros, el que derramó la sangre necesaria para borrar las taifas de nuestra piel de toro, aportando un torrente incesante de vidas durante ochocientos años; luchando por nuestras leyes, luchando por nuestros reyes… Con mi trabajo, mi servidumbre y mi férrea voluntad, fui Yo quien os unió y conquistó las tierras de América y del mundo, con la catarata del sacrificio constante de mis hijos.
¿Quién recorrió por primera vez este Orbe; quién lo poseyó por vez primera? ¿Quién fundó la primera nación moderna; reinventó la ciencia, la armada…? ¿Quién revolucionó el arte de la guerra con la infantería y los tercios, honrando y defendiendo vuestro pabellón por la tierra toda…?
¿Quién, por otro lado, inventó también la novela moderna, transformando la filosofía y la gallardía a lomos de Rocinante…? ¿Y quién, durante un Siglo de Oro, hizo con su brillo reverberar la literatura hasta deslumbrar…?

Vosotros solo heredasteis mi gloria, una gloria honrada, trabajada y pagada con el esfuerzo de mi sudor y mi grandeza… ¿Y cómo administrasteis esa gloria…?
La dilapidasteis durante siglos, sin preocuparos de Mí salvo para reclutar las levas y pagar las soldadas de vuestros ejércitos; mientras, me descabalgabais de la grupa de un progreso y una supremacía que Yo inventé, y que Yo conquisté… Dejasteis que otras naciones medrasen, envidiosas, nutriéndose con mis despojos. Nunca me habéis defendido; ni contra la espada, ni contra la rapiña, ni contra esa leyenda negra y mendaz con la que los Extranjeros, durante siglos, han pretendido castrar mi espíritu y robar mi herencia.

Fui Yo, quién se levantó a golpe de faca y redaños contra la invasión del gabacho; Yo, que con una nueva riada nacional de sangre y hombría, empujé implacablemente a nuestros enemigos en avalancha fuera de nuestras seculares fronteras. Vosotros corristeis infames, cual pollos sin cabeza, espantados por el estampido de los cañones, el golpe furioso de los cascos de los caballos en batalla, y el chocar metálico de los sables. Cobardes.
Me hicisteis luchar muchas más veces cual quijote contra gigantes, con las pocas armas de la honra y el coraje. Y vuestro poco tino, poca inteligencia y aptitud, unido a vuestra mezquindad, hizo que una vez más me viese vencido, y empecé de nuevo con derrota un siglo más.

No hace mucho, como colofón de vuestra ruindad, con engaños y felonía, me empujasteis sibilina y vilmente a una fatal lucha fratricida.
La sangre hermana, degenera y se pudre cuando es derramada por lucha entre hermanos.
Mis brazos, con un puñal en cada mano, dirigidos por vosotros se acuchillaron fanática, insensata y cruelmente el uno al otro. Mientras, vosotros, los unos huíais, y los otros ocupabais lo abandonado por los que abandonaban… Me quedó así una herida, cuya infección dejó en mi memoria racial una sima y quebró mi alma de tal forma, que es difícil saber cuando terminará de curarse con autèntico perdón.
Y ¿Qué conseguimos con ello? ¿Quién ganó la contienda…?
Y la pregunta más importante: ¿Cuáles fueron las causas…?
Ni hubo, ni las puede haber, causas que justifiquen un pecado común así… Es infame hurgar, para juzgar si mejores o peores, en las razones por las que un hermano asesina a su hermano.

Lo que sí hubo fue una dejadez cobarde e ignominiosa de vuestras funciones, me traicionasteis, todos; hubo una deserción moral, una huida hacia delante de los dos bandos en que quedé desgarrada. Guerra… Os reemplazasteis los otros por los unos; mientras, Yo me desangraba regando de nuevo ésta, mi tierra, de tristeza, de represión y una de oscuridad extraña en el espíritu y en la fe del porvenir.
Y la última de vuestras mentiras, en forma de una quimera usurera, es hacerme creer que el desmembramiento, dilatado y sibilino de mi cuerpo en nuevas taifas, me será en algo beneficioso.

Aceptáis cualquier miserable cosa por buena; cualquier moneda os vale, incluso la del odio. Todo, para que vuestro estipendio no peligre y vuestra impunidad no se menoscabe. Comerciáis con mi alma y mi cabeza, con mi corazón y con el resto de los pedazos en los que me habéis convertido, como si fueran valiosos los unos sin los otros.
Canallas… Manejando mis anhelos e ilusiones, cuarenta años lleváis jugando a la silla, dejando que se pudran esos mismos trozos en los que me habéis desmembrado, cual leproso sin cura.
Pero, en éste un nuevo siglo, Yo, os aseguro que mi cura es posible ya que mi fortaleza es grande, mi historia rica y mi deseo honesto; y porque en el fondo, todos Vosotros conocéis el dicho:
“QUÉ BUEN VASALLO, SI TUVIERE BUEN SEÑOR…”

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.
