Publicado el 19 de marzo de 2017.
No fue uno de esos comentarios estúpidos y huecos que hacemos a veces, incómodos, para romper un silencio entre extraños; como nos sucede en los ascensores, o en los retretes públicos; o como nos sucedería en una sala repleta de aspirantes a una misma entrevista de trabajo… Pero no, creo que no lo fue.
No tenía la chiquilla el porte claro, por lo que me ofrecí a acercarla en coche a la estación de autobuses de Murcia. A Granada iba. Había comenzado ya su búsqueda de vida; de vida de verdad.

Aquella hija ajena, al poco, me preguntó a puerta gayola si, tras ocho años de divorcio y dado que vivían con su madre, echaba yo de menos a las mías.

Supuse que se referiría a cómo, a cuánto, o a porqué las echaba de menos… Empezó, creo, a temblarme la barbilla.
Dolorosamente, siempre, y por amor.
No teníamos mucha costumbre ni oportunidad de charlar, por lo que me agradó de veras disponer de aquel momento de acercamiento, de sinceridad. Poco más de veinte minutos tardamos en llegar, y los invertimos en contarnos y preguntarnos. Y, si bien no pude responder con detalle a aquella primera pregunta, sí hablamos sí.
De la búsqueda de vida en medio de la ruina de las dudas. De nuestra obligación de encontrar esa vida, sea cual fuere, entre el lento discurrir del tiempo y el arduo recorrer de las distancias.

Llegamos a la estación; se bajó del coche, cogió su maleta y nos despedimos; una joven valerosa, culta, hermosa y honda… Esa muchacha, a la que miraba alejarse, también añoraba como yo -y como todos- tal vez un retorno, un viaje de vuelta. Un volver a no sé qué sitio, donde la esperaría algo, alguien tal vez. Algo o alguien, que dé sentido a todo ésto.

Durante el proceso de separación y debido a nuestras vitriólicas refriegas, volaron por los aires todos los puentes de comunicación entre vuestra madre y yo… Estaba aterrado ante la idea, la posibilidad, de dejar de vernos en completa libertad y con la frecuencia a la que estábamos acostumbrados. Espantado, de que pudiese malograrse nuestra sincera y hermosa intimidad.
¿Que si os echo de menos, me pregunta…?

Como aquella vez en la que me preguntábais picaronas no recuerdo qué escabrosos detalles, de una apasionante para vosotras pero del todo inocente, conversación de temática sexual que manteníamos los cuatro… ¡Qué graciosa Paula! cuando al ver mi embarazo al elegir las palabras adecuadas de mi arriesgada respuesta, con esa tierna chulería que siempre ha sazonado su carácter y desde sus solo siete años, guiñándome cuca un ojo y con sus bracitos en jarra, me dijo aquello de: «papá no te preocupes. Nosotras ya lo sabemos todo…»
Con solo siete años, lo sabíais todo, de sexo. Adorable.
…

Era evidente que no podía dejar enfriar tan hermosa relación… Tenía que distinguir, separar en medio del combate interior que libraba, entre la aversión que no podía dejar de sentir por vuestra madre y el irresistible amor por vosotras que no estaba dispuesto a perder.
Me sentía ante la posibilidad de vuestra pérdida, como si en medio de un combate y al descubrir que detrás de ti solo hay un muro, lejos de rendirte al creerte sin salida, arrecias la lucha al saber que tienes al menos tu flanco trasero cubierto… Te sabes perdido, pero no puedes cejar en esa lucha frente a la que da igual la derrota o la muerte. Una lucha que no te puedes permitir perder.

Lo siento así; como si a jirones me hubiesen arrancado momentos clave, vitales; míos… Me he perdido vuestra puericia. Me faltan minutos vuestros, horas; años de vuestra vida, meses de tiempo vuestro; muchos momentos. Momentos que, si juntos, podrían haber sido momentos nuestros… Lo siento.

¿Cómo es la habitación donde dormís…? No sé cómo es. Casi no recuerdo vuestro olor por las mañanas, recién levantadas… Echo de menos el ojear vuestros cuadernos y escudriñar los recovecos de vuestra caligrafía; descubrir secretos de vuestro puño y letra. Añoro el veros salir por la puerta y esperaros al regresar… Privado de tactos cotidianos, roces simples pero imposibles, como el de posar mi mano sobre vuestra frente si enfermáis. Me he perdido el sufrir escuchando vuestros suspiros si, en la intimidad, llorábais tras la puerta de algún cuarto cerrado; perdida está también la posibilidad, de llegar a conocer el porqué de aquellos suspiros.
Pero tenéis que saber que, si bien, como padre tradicional no he tenido oportunidad de disfrutaros, sí presumo de tener con vosotras una relación especial, sincera, una relación verdad y rotunda… Es curioso porque sé que sí, me queréis; me he convertido en alguien a quien amáis, sin duda; entrañable, sí; con algo de autoridad, también; alguien vuestro, por supuesto… Pero no sé si soy el padre que me hubiese gustado ser.
Lo que sí habéis de saber es que os adoro. Y que no renuncio a representar ese padre que sí quiero ser: el vuestro.
Que sepáis, que me tenéis; que me tenéis incluso aunque no queráis.

Siempre he procurado que los árboles de algunas cutres tribulaciones personales, no me impidieran ver el hermoso bosque de uno de los más importantes objetivos de mi vida: el de estar a la altura, del amor que habéis depositado en mí. 💕
Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.
