UNA PIEDRA EN EL CAMINO

Se nos perdía cada dos por tres… Sólo tenía setenta y nueve años y todavía podía caminar pese al alzheimer manejándose apoyado en su bastón; pero el gran, el verdadero problema era, que no podía quedarse solo ni quieto un instante so pena de armar un lío de mil demonios en cuanto nos descuidásemos.

Debido a su costumbre tenía la manía de seguir haciendo de comer todos los días, y o bien cocinaba disparates dado que el pobre no recordaba ya receta alguna, o bien provocaba problemas también disparatados y catastróficos, cuando a discreción se dejaba por ahí aparatos eléctricos conectados, grifos abiertos o fuegos encendidos… Y no te digo nada del trajín que teníamos todos los días con la flojera de sus esfínteres, o con lo cada vez más soez de su vocabulario cuando le contravenías.

Hacía un calor infernal de tarde de finales de agosto quemada por tanto verano; el asilo, estaba a menos de kilometro y medio saliendo del pueblo por la vereda aquélla que hacia poniente, parecía que se perdía en la huerta… Todo el mundo sabía que el camino ése terminaba, se acababa justo, frente a las rejas de la puerta del vetusto edificio monacal que desde hacía tantos años servía de moridero municipal. También se ve que todos los vecinos se consolaban sabiendo, que de sus pobres usuarios y de sus cuidados postreros, ya se encargaría el grupo de frailes anónimos consagrados a tan piadosos fines y que desde siempre, regentaban ese lugar crepuscular tan al final de la vereda.

Dócil como era él, con pasos cortos y confiado, mi padre echó a andar a mi lado como era su costumbre. Ambos, en silencio, caminábamos acompañados solo por los ruidos del chirriar de las cigarras y el del ritmo cansino del golpe de su bastón contra el suelo, a cada paso. Tac, tac, tac… Mucho calor; no llevaba agua conmigo; ya faltaba poco para llegar… A solo medio kilómetro, el viejo se paró en seco respirando de forma agitada con claros signos de cansancio. Sin decir ni media se apartó, y se sentó en una piedra bajo la sombra de una de las moreras centenarias plantadas junto al camino.

Una algarada de niños gamberreando en bicicleta me hizo girar hacia atrás la cabeza, cuando vi a mi hijo y sus amigos acercarse por la vereda… Nos reconocieron al instante, y rápidamente, llegaron hasta donde estábamos envueltos en una polvareda derrapando y frenando con la bicicletas inclinadas y ladeadas.

— ¿Donde vais papá…? ¿No estás un poco lejos para andar con el abuelo por ahí…?

Todos los jovenzuelos nos miraban y la inocente extrañeza de mi hijo me conmovió hasta el tuétano.

Justo en ese momento, y sonriendo, mi padre de repente nos miró él diríase que en uno de sus extraños instantes de lucidez, y como sin venir a cuento, nos gritó asombrado y como feliz aquéllo de:

— ¡Coooño, qué casualidad, en esta misma piedra se sentó a descansar mi padre cuando lo llevaba al asilo…!

Hubo un impasse de silencio en el que todos nos miramos estupefactos, pero con atención; mi hijo y yo con extrañeza. Luego, el viejo parpadeó como que lentamente, y volvió a no mirarnos otra vez perdiéndose no sé dónde por el alzheimer… En aquel momento el tiempo pareció coagularse, suspenderse durante unos segundos; al menos para mí.

— Volvemos a casa Papá, tu nieto tiene razón, estamos muuuy lejos.

…eeen fin.

Gracias por leerme 🙏

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.

……….

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