Publicado el 26 de agosto de 2020.
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En primer lugar he de confesar que no sé hacer música ni con un tambor; pero soy muy cantaorico, muy melómano, y lo que sí sé es silbar aunque no como Toots Thielemans.
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Compré hace mucho un curso por correspondencia y a un amigo una guitarra vieja, pero no me dio tiempo la paciencia siquiera para empezar a poner los dedos en los trastes como Dios manda. Me cansé muy pronto, pero en cambio, me dio por gastar una pequeña fortuna en discos originales. Hermosa inversión sí, pero mal negocio.
Mis hijas mostraban mucha curiosidad por aquella música desde bien pequeñas, porque sin decirles nada, cuando empezaba a sonar ellas solitas venían y se sentaban frente a aquellos enormes altavoces de mi casa: cerca, despacito y en silencio, y se quedaban quietas, atentas. Y ésa era la clave: la atención y la quietud, para dedicarlo todo a la escucha y a la observación consciente, al embelesamiento…
«¿Papá, por qué te gusta tanto esta música tan rara…? Parece, que cada uno va por su lado…»
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Hace tiempo que quiero escribir algo sobre música, sobre jazz. Y como no sé por dónde empezar voy a improvisar, y a ponerme a sonar el tema Paris Blues de una grabación en directo maravillosa que tengo del gran Duke Ellington. Que suene, a ver qué pasa…
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Y pasa… Es una grabación sucia, antiquísima, de los cincuenta; pero siempre me pasa lo mismo cuando empiezan a tocar aquellos veinte músicos: que se me mueve el pie, y que me suena como si toda la orquesta en sí misma fuese un único instrumento. «El Duque» hacía las cosas así. No es que fuese un pianista sobresaliente ni genial -era un buen pianista- lo que sí fue es a mi juicio el mejor director de la Historia de una Big Band de jazz… Y lo era, porque sabía destilar de cada uno de sus intérpretes esas gotas de genio individual que formaban la lluvia maravillosa de su música; como si todos aquellos instrumentos, de viento cuerdas y percusión, fuesen su instrumento.
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Ese Blues en París, es el relato musicalizado y arrebatador de la historia de un amor imposible. Del encuentro inicial y furtivo con ese amor, del cortejo y del ardor de la pasión, del fuego del sexo… Pero también del abandono, de los finales sin explicación, de las despedidas sin consuelo… Maravilloso Ray Nance llorando al violín. Música viva, casi sin necesidad de partitura.
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¿Que qué se necesita para tocar o entender el jazz…? Pues un músico en el alma, creo. Pero un alma de músico que tenga como mínimo tres méritos: el primero es un cierto dominio virtuoso de su instrumento; el segundo y fruto del primero es una buena capacidad de improvisación; y el tercero es experiencias, muchas, cuantas más mejor.
¿Y así, si te gusta y te sabes de sobra la canción, para qué coño cantarla siempre igual…?
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Con muy mala leche le preguntaron una vez a la pobre de Billie Holiday, que, siendo ella tan golfa como había sido, si no le daba un poco de vergüenza haber cantado esas letras tan moñas y horteras de los años treinta y cuarenta. Ella, respondió que le importaban una mierda las letras. Que para ella, que no sabía de solfeo y que tan solo tenía el oído la garganta el coño y el whisky, lo único importante era la música: the beat, el pie moviéndose al mismo tiempo que el corazón latiendo.
Yo añadiría: la piel de gallina.
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Lo demás, o es clasicismo o se ha convertido en filfa musical, polución sonora, simple karaoke, mera chunda chunda repetitiva… Tuerking, perreo.
…eeen fin.
Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.
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