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Trompetas de la muerte

A Don Luis Sedano Navarro 💕

‘El Malaguita’ era un tipo especial, muy listo, y en realidad no le gustaba nada lo de la educación física ni el rollo éste de la guerra, y menos aún eso de los barrigazos cuerpo a tierra en maniobras militares por ahí por el campo… Por eso, cuando estando en la mili pidieron voluntarios para los oficios, fue tan ratón, como para sin tener ni puta idea de cocina dar un paso al frente y montarse la película de que, como había trabajado un par de meses de camarero, podía hacerse cargo de las cocinas de La Compañía: éramos más de noventa tíos. 🙄😳 ¡Qué grande…!

Pero creo que en el fondo sí le gustaba algo lo de la cocina, sí, porque un día, al principio, estábamos corriendo los ocho o diez kilómetros diarios a los que estábamos obligados como soldados de Operaciones Especiales, cuando al punto de ahogarse sin resuello va y me dice: —¡Coño Miravete, mira ahí, setas; eso son trompetas de la muerte…! ¡Qué buenas…!

Y seguimos corriendo… Y fue ya por la tarde cuando nos dieron la suelta, cuando me dijo lo de volver al campo y recoger aquellas trompetas de los cojones para merendar.

—¡Joooder Luis. Qué cansino…!

Pero tanto se empeñó, que cogimos un buen puñado de setas que soltaban una especie de caldo negro cuando se puso a cocinarlas en una sartén enorme que había en una de aquellas cocinas militares. Y él, ensimismado, que si ajos picados y que si romero y tomillo por aquí, y que si aceite de oliva algo de panceta y vino blanco por allá… Pero aquella sartén tenía una pinta horrible, negra como una sepia en su tinta; negra, y como con cosas pareciera que quemadas o venenosas, y que encima se llamaban ‘trompetas de la muerte…’

eeen fin. 🙄😳

Recuerdo cuando babeando terminó de cocinarlas, y se giró con la sartén en la mano dirigiéndose a la mesa donde aguardábamos ocho o diez de nosotros, hambrientos también… Todos nos quedamos mirando porque aquéllo tenía una pinta de mierda, aunque extrañamente olía estupendamente.

Él, algo confuso por nuestra reacción inicial también se nos quedó mirando, pero en seguida entendió, que no queríamos morir todos intoxicados por unas setas que vete tú a saber si eran comestibles o no… Por lo que, sonriéndonos, puso la sartén en medio de la mesa y cogió un pedazo de pan que sopó en aquel caldo tan negro; luego tomó un tenedor y se echó en el coleto un buen puñado de aquellas setas que olían tan bien; y finalmente, terminó la faena eructando fuertemente tras darle un buen trago a la litrona que teníamos por ahí rodando.

Pasaron unos segundos, tensos, y el caso, es que ‘El Malaguita’ ni se puso azul ni cayó fulminado al suelo retorciéndose de dolor por el veneno de las jodidas setas aquéllas… Así que recuerdo, que al final, todos terminamos merendando como señores gracias a que en el fondo sí era un cocinero, sí.

Sabéis que os quiero, y mucho 💕

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras

MANOLO Y EL VINO

Publicado el 24 de junio de 2021.

Comentábamos al respecto de la botella de txacolí que me estaba regalando. Es éste un caldo que normalmente se bebe siempre joven y frío, pero esa botella tenía ya un par de años y como buen conocedor (él) de vinos, Manolo me lo advirtió e insistió en el detalle: «no hagas caso. Pruébalo…»

Como mi tío Miguel siempre decía que el mejor vino blanco era el tinto, he de reconocer mi falta de empatía a priori con los blancos, ya que a diferencia de los tintos me gustan o no mucho o casi nada… Pero en general, como me gusta mucho el vino y mucho más todavía las sensaciones que pueda provocarme un caldo en particular, me bebo casi cualquier cosa decente que me sirvan en una copa borgoña… A ver qué pasa.

¡Qué maravilla…!

Como me la regaló muy fría y puesto que el día anterior hice sushi de sobra para mis hijas, en cuanto llegué a casa destapé esa botella para combinarla con aquel sushi de víspera resultando de todo ello una mezcla portentosa, armónica, raratouíllica… Me gusta tanto el sushi que nunca lo compro sino que siempre me lo hago yo: busco el mejor pescado fresco, lo limpio, lo macero, lo maduro, y le doy el corte final… La combinación del sabor dulzón a albaricoque y pera, la poquísima acidez y el color ambarino claro propio del par de años de aquel caldo, resultaron perfectos: encajaron como llave y cerradura, vino y comida, picha en breva. Pescado, ácido, sal… azúcar.

Empecé en el mundo del vino haciéndole caso a mi padre. Yo hacía negocio con las sisas que él me permitía hacerle, acarreando atadas en el portaequipaje de mi bici las marrajas de cinco litros que llenaba de graneles en la bodega de Jaime «el plátano».

— Don Jaime, que dice mi padre que por favor me llene Usted esta marraja… Y se la cobre.

Entraba en tan antigua bodega y la densidad del alcohol evaporado que se respiraba en el ambiente creo que me atontaba un poco. Mientras, caminaba entontecido y curioso entre las enormes telarañas pareciera que centenarias, abrazadas a aquellas barricas gigantes de cientos si no miles de litros; viejas de puro viejas, grises, y usadas desde hacía tanto tiempo que… el lugar imponía.

Todo era muy viejo en la bodega, y casi todos eran muy viejos los que se sentaban en las maderas de aquellas cajas de tercios de cerveza ladeadas cual si fueran sillas bajas, y que situaban alrededor y a la sombra de la entrada. Yo tendría once años y tenía la sensación de que me miraban ojos viejos, de que era observado por lo viejo, por lo antiguo…

Aquel vino no tenía denominación de origen ni jodida falta que le hacía, pero había algo que no fallaba cuando mi padre quería saber si el caldo era realmente bueno: dárselo a probar a mí tío Miguel… Repito, no fallaba. Éste solo emitía dos veredictos: «vaya una mierda» o «ésto es caldo…»

Pero un día, después de trabajar toda la mañana en el huerto y cerrar con unos murcianos el trato de venta de la cosecha de limones, nos llevó mi tío a un restaurante elegantón de los que luego me enteré que frecuentaba, y pidió un Vega Sicilia… Se produjo un extraño silencio traspasado de miradas de asombro entre los cinco comensales que nos sentábamos a la mesa. Yo no entendía nada pero recuerdo que el camarero al ver la pinta despeinada, polvorienta y sudorosa de mi tío, entre desconfiado y precavido le preguntó si tenía alguna preferencia. Tras lo que aquél, socarrón, lo espetó vivo tras comprobar que solo había una referencia en la carta:

— Proceda Usted a servirnos, y déjese de ruegos y preguntas.

Las pocas veces en las que Manolo no acierta del todo nunca se equivoca, pero porque siempre te da calidad y no se puede acertar siempre. La dictadura del «me gusta» es en realidad una tiranía, porque un día me puede gustar un vino pero otro me podría gustar uno distinto. Y Manolo casi siempre atina con mi gusto sea cual sea el día, porque comer y beber bien no es cuestión de gastar sino de confiar en quién y en qué te recomienda, y en la gracia de cómo te lo sirve.

Y desde que yo lo conozco, Manolo siempre ha servido sólo para cosas buenas, para buenas causas.

eeen fin. Gracias Manolo 🙏 🍷🍇

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.

Pollo al tajín

Un árabe.
Un pollo entero, limpio.
Un tajín.
Aceite de oliva.
Sal de ajo.
Pimentón.
Sal.
Mostaza.
Especias de cocido español: mezcla de pimienta, clavo, canela y nuez moscada.
Hierbas provenzales: mezcla de tomillo, romero, orégano, perejil, u otras…
Un vaso de agua, o de vino tinto.

Recuerdo cuando paseábamos mi Señora y yo de la mano frente al escaparate, en una de las calles aledañas al hotelito donde nos habíamos alojado en Jumilla. La tienda era de un moro y en el letrero ponía Frutas El Ouizi, y fue chocante porque a mí me dio por leer Frutas El Luisi… Si te fijas, no me dirás que no se parecen. Pero bueno, el caso es que a mí me hizo gracia lo del nombre y al ver el artefacto tras el cristal -el tajín- me llamó también la atención y claro, entramos.

Hay que hacer un engrudo con todos los ingredientes menos el vino; untar con él el pollo por dentro y por fuera y macerarlo durante al menos un par de horas.

Era una de esas modestas y típicas tiendas árabes que gracias a Dios no se parecen para nada a las nuestras, porque siempre saldrían ganando con la comparación… Y estaba llena de sacos de graneles de arroces, garbanzos, habichuelas y harinas varias, colocados sobre palets y desordenados en uno de los dos únicos pasillos de la tienda. El otro pasillo terminaba en el expositor de la carne, y a su largo estaban expuestas también en un pequeño caos las frutas y las verduras, la leche junto a los jabones, lo mismo los aceites que los dulces, la sal, y todas esas cosas sencillas que en verdad hacen falta en cualquier casa.

Y se ve, que El Luisi se extrañó al ver que entraba una mujer en su tienda porque como con algo de prisa y muy solícito, salió de detrás del expositor de la carne para atendernos también muy amablemente: «tengan buen día, ¿qué disean…?»

Colocar el pollo macerado en el tajín, echar el vaso de agua o de vino, tapar, y cocinar al fuego mínimo posible durante tres horas y media… Posteriormente, calentar el horno a 180 grados como máximo porque de lo contrario se quebraría el barro del tajín, e introducirlo destapado hasta rustir el pollo a nuestro gusto.

La hospitalidad árabe… No sólo me gustan sino que en el amplio sentido de la palabra me encantan, las pequeñas tiendas árabes de comestibles. El olor a almizcle, a anís y cardamomo, a curry en general; a pan del día, a carne fresca muerta con respeto y cercanía (jalal) y a frutas y verduras sin mentiras; me recuerdan a las tiendas de barrio de mi niñez con gran exactitud, con la única diferencia de que me falta en ellas el perfume de las mujeres comprando… Pero bueno, eso son tonterías de las religiones y ahí mejor que no me meta hoy porque no es el caso…. Otro día.

El caso, es que me sentí muy a gusto entrando en la tienda de El Luisi y más, cuando con su gracioso acento árabe me dijo eso de que «Merrrcadona, quiere que vayas todos días a su tienda y por eso vende cosas poco poco, con plástico y más caras… Yo, sólo pido vengas una vez por semana y por eso te vendo todo barato…»

Una verdad como un templo.

Escurrir el caldo del asado, colarlo para ponerlo en un cazo, dejarlo reducir, y añadir mantequilla y harina de maíz diluida para espesar y afinar la salsa al gusto; corregir de sal y listo: a la mesa…

Me explicó, que el artefacto en cuestión era en esencia un pequeño horno de barro cocido que a su vez cocía, sí, pero a muy muy baja temperatura, o se rompe. Así de sencillo: «cuídalo y te durará…» Al final le compré el tajín y encima me vendió el más grande. ¡Qué grande El Luisi…! 🤗 Tenemos mucho que volver a aprender de los árabes y ellos de nosotros más.

eeen fin. Como siempre.

Os quiero a todos, mucho… 🙏💕

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.

EL ALCOHOL Y EL NACIONALISMO

Publicado el 17 de septiembre de 2020.

Historias de Paco Sanz ✍️

Millones de años atrás, termitas y hormigas empezaron a la vez a colocarse con productos fermentados por levaduras y a socializarse y pastorear. También muy atrás en la historia de los primates, la alcohol deshidrogenasa cambió, e hizo posible que el alcohol no matara a los que se bebían la miel que había fermentado. Los hombres saltamos de cazadores-recolectores a agricultores-ganaderos, casi al mismo tiempo que empezamos a gustar más de la miel fementada que de la miel sin más. El aguamiel, es seguramente la primera bebida alcohólica.

Tiene más calorías que la miel, y se puede metabolizar hasta llegar al ATP. El alcohol se convierte en acetaldehido por la acción de la alcohol deshidrogenasa. El acetaldehido deviene en acetato. En las personas sensibles al alcohol, la velocidad de catálisis del acetaldehido sólo funciona con concentraciones muy altas del mismo, por lo que la ingesta de alcohol les afecta más. Además también hay diferencias de la alcohol deshidrogenasa inherentes al sexo. Con el alcohol, cuanto mayor la concentración más rápida la absorción. Y cuanta más grasa, más se retarda su eliminación.

Me he hartado de decirles a pacientes y amigos que el alcohol es malo a cualquier dosis. Que eso de que un poco de vino en las comidas es bueno para la salud es un cuento, chino iba a decir. Pues como lo del virus, no sé si es chino o no, pero menudo cuento. Lo de que la gente joven prefiera beber para socializar, me lleva a pensar en los monos rebuscando miel fermentada en los huecos de los árboles. «En la embriaguez del éxtasis nos encaramamos en el carruaje de los vientos…» según dice el Rig-Veda.

No puedo predicar con el ejemplo, claro. Pero por eso no puedo hablar tan mal de lo de alterar la conciencia metiéndonos venenos en el cuerpo. Cuando empezaban a a hacer soplar a los conductores, mis hijos me regalaron un alcoholímetro. Cuando la reunión de amigos en la bodega se había acabado, medíamos el alcohol en sangre de los que parecía que podían conducir para llegar al pueblo de al lado, y el que tenía menos, conducía. La broma de que había que estar francamente bebido para dejar conducir a según quién, normalmente a alguna señora con más sentido común que los demás no solía hacerle ninguna gracia.

El imperio que el alcohol ejerce sobre la humanidad, se debe a que puede estimular facultades generalmente trituradas por los fríos hechos y las críticas descarnadas. La sobriedad reduce, discrimina y dice no; la embriaguez expande, une y dice sí. Del mismo modo que el café estimula la racionalidad y el individualismo, el alcohol estimula las virtudes proletarias de colectividad y solidaridad.

El alcoholismo tampoco tiene maldita la gracia, como no la tiene el nacionalismo. El nacionalismo se nutre de esos seres medio cultos, sensibles pero elaboradamente tontos, que tienen presbicia intelectual y no ven jamás lo obvio, sólo lo remoto y traído por los pelos… Carecen de sentido común. La identidad nacionalista es para la mente como el alcohol barato: primero te emborracha, luego te ciega, y al final, te mata.

Historias de Paco Sanz ✍️

COSAS QUE HARÍAS SIN COBRAR

Publicado el 21 de febrero de 2021.

Volver a criar a tus propios hijos, ser capaz de dibujar cualquier cosa en blanco y negro y leer y follar constantemente, creo que serían lo más de lo más… Escuchar música de jazz y conducir o viajar, me llevan gratis siempre a otros sitios. Pero andar el camino de Santiago y escribir, cocinar y enamorarme a diario es justo lo que hay… ¡Y oye, muy a gusto…!

¡Ah, y el cine…! Ver cine; que no se me olvide el cine.

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.

Jumilla. Los 3 Soles.

Cuando nos pasó la cuenta nos dimos cuenta que habíamos sido unos privilegiados. O sea, que en restauración también se puede hacer: habíamos sido servidos como señores, comido como sibaritas, bebido bastante más que suficiente y muy bien, y encima, ¡nos habían cobrado con total honradez…! 🙄😳 Tanto es así, que nos sorprendimos dejando unos cuantos euros de propina y nos prometimos, de veras, el hecho de volver a ese restaurante en cuanto estuviésemos de nuevo lo suficientemente cerca de Jumilla. Gracias, gracias, gracias…

Si estás en Jumilla en un sitio que tiene tanta pinta de auténtico, te ponen al momento delante una carta sencilla pero con criterio, y encima, en seguida viene el dueño a sugerirte con mucha gracia lo que deberías comer en su casa: yo, soy de los que se dejan hacer.

Eso sí, con la comida me dejé aconsejar por el dueño del restaurante, peeero, cuando me preguntó por el vino que prefería le dije una verdad como un templo y que no se le olvidará nunca… Y fue:

— Si yo fuera de Jumilla, y tuviera un perro, sin duda le pondría de nombre Gabino. Así, siempre, al llamarle diría: «¡ven Gabino, venga vino, buen chico…!» 😂🤣

¿No…? 🙄😳 🍷🍇

Y una de las cosas que más me gustó, fue oír al dueño reírse detrás de la barra durante un buen rato mientras se acordaba de mi tontería, y me elegía él el vino.

«No se me olvidará nunca…» me dijo luego.

…eeen fin.

Los 3 Soles, Jumilla, y el vino…

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.

El hambre…

Publicado el 6 de enero de 2020.

Para cada dos, un puñado de aproximadamente ciento cincuenta gramos de harina diarios; y tres kilos de sal y uno de manteca de cerdo, fue lo único que nos dieron ese primer día… Eso, era todo lo que tendríamos para comer en los siguientes veinticinco o treinta días; no sabíamos.

Nos habían vaciado las fuerzas haciéndonos caminar unos setenta kilómetros casi sin comer. Y una vez que exhaustos llegamos al punto, nos vaciaron también las mochilas de cualquier cosa que se pudiera por supuesto comer, beber, masticar o fumar. Nos lo quitaron todo: encendedores, cosas de aseo, tijeras, bolsas de plástico, navajas, brújula, y hasta la munición. Nos dejaron sólo el peso muerto de las armas inservibles, las botas, la ropa de abrigo, y el machete como única herramienta, defensa, o arma. Yo solo pude colar un librito de papel de fumar y algo de hachís, escondidos en mis calzones, entre los huevos y el ojal del culo.

Constantemente escabulléndonos, escondidos, superviviendo en refugios camuflados en el bosque construidos con nuestras propias manos. Frío… Teníamos terminantemente prohibido contactar con civiles en forma alguna, fabricarnos cualquier tipo de arma, y matar para comer cualquier cosa más grande que un conejo.

El primer día, para hacer pan con aquellos ciento cincuenta gramos de harina tuvimos que utilizar orina para fermentar la masa. Podríamos haber hecho pan ácimo pero los cabrones no nos lo dijeron… Y claro, como militares hicimos lo que se nos ordenó y tal y como se nos había ordenado: meando en la masa del pan… Bueno, solo utilizamos un poco al amasarlo por vez primera.

Los días siguientes, utilizamos un pequeño pellizco de aquel mejunje que guardábamos como masa madre, para fermentar nuestro siguiente pan de cada día… Y oye, funcionó, porque que a la tercera o cuarta jornada ya nos zampábamos entre los dos un bollo de pan decente.

El resto de lo que comíamos consistía sobre todo en helechos. Con suerte unas borrajas, quizá unos dientes de león, o alguna que otra seta que te encontrabas por ahí en las salidas de recolecta que hacíamos por turnos. Aquellos helechos, que nos advirtieron tóxicos consumidos en exceso pero que constituían nuestro único placebo para el hambre, tenían al menos fibra vegetal digerible, y una vez hervidos en agua y sal, no había otra cosa en cantidad suficiente con la que saciar y engañar nuestros estómagos huecos y al punto de la atrofia.

Diecisiete días, y sin comer nada decente.

Poníamos trampas, lazos, cebos de pesca. Esperábamos siempre un conejo o algo con carne pero solo capturábamos alguna rata, pájaro, pececillo, rana, o bicho así.

Más hambre.

Yo estaba potabilizando agua de deshielo del riachuelo cercano hirviéndola en una lata grande y añadiéndole un pellizco de tierra para aportarle sales minerales. Luego, la dejábamos enfriar, y cuando se posaban del todo los restos de tierra ya estaba lista para que no te entrara una cagalera. Y recuerdo, el ver venir a mi binomio desde lejos, al contraluz del último sol de la tarde, y con algo parecido a una bufanda fina colgándole del cuello.

Al ir acercándose caminando y permitirme el velo del contraluz definir la visión nítida de su figura, me di cuenta, de que era una culebra de gorda como un brazo de niño y de más de metro y medio de larga lo que colgaba de su cuello… Estaba decapitada; aún goteaba sangre, y bamboleaba lánguida acompañando el ritmo del paso cansino -agotado por la inanición- de mi binomio.

Recuerdo bien que no sentí nada parecido al asco, repulsión o reticencia alguna ante la idea de llevarme aquel ofidio muerto a la boca; es más, comérmelo fue lo primero en que pensé. Lo que no sabía, y sí me preocupaba, era cómo comérmelo… Cosas del hambre.

Mi binomio, en cuanto llegó y descansó lo justo para coger el resuello, extendió sobre un poncho en el suelo aquella bicha todo lo larga que era, y con pericia y su cuchillo, la rajó entera solo un poquito con la intención de arrancarle del tirón, la totalidad de aquella piel que se desprendió como una funda con cremallera… Miramos con gula hambrienta aquel trozo de carne cruda, con el aspecto de un largo cuello de pavo sin piel… Mi binomio, sin parpadear y casi babeando, terminó de rajar de alto en bajo un poco más el reptil, para extraer esta vez una especie de columna vertebral como cartilaginosa, y alguna que otra tripa y víscera rara. Así, nos quedó un cilindro de más de un metro de carne pareciera que de ave, sin hueso alguno, rosada, fresca… limpia.

¡Qué hambre…!

En el silencio de aquella noche y al freír los trozos de carne sólo con sal en la manteca de cerdo, poco a poco, se fueron acercando cual zombis famélicos algunos de nuestros compañeros; en silencio. El sonido del crepitar y el olor del ofidio friéndose, los habían atraído cual hambrientos ratoncitos de Hammelín al calor de nuestro fuego… Al final, tocamos a casi nada de tanto repartir ¿pero cómo íbamos a dejar sin cenar a los camaradas que iban viniendo?

Diecisiete días, y sin comer nada decente.

Os aseguro que sufrir hambre cruda; padecer hambre de verdad; ésa que no puedes saciar en forma alguna, te cambia, vaya si te cambia… Las sensaciones de vacío, de debilidad y de mala ostia, te van quitando la tranquilidad y el sueño profundo. Te vuelves más susceptible y sutil; como más salvaje y más protector de lo tuyo y de los tuyos; y se te afilan los sentidos y los instintos al mismo ritmo que se te debilita el cuerpo… Porque el hambre te va matando, sí, pero precisamente por eso se te afilan esos sentidos e instintos, para proporcionarte las armas con las que combatirla.

Terminamos el banquete aquella noche, charlando y distrutando hasta las tantas de unos porritos de manzanilla seca y silvestre, mezclada con el hachís que pude escamotear en aquel registro inicial.

El hambre, no es mala…

…eeen fin. Gracias por leerme 🙏

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.

…..

Silvino, y el pescado roquero

Publicado el 21 de noviembre de 2019.

Estoy escribiendo desde la sala de espera de la consulta de mi dentista. Como bien sabréis, no me gustan nada los dentistas, y voy a viajar y a evadirme recordando y escribiendo acerca de la cena de la otra noche.

……….

Entré en ese restaurante casi, como entro en mi propia casa… Era su cumpleaños, y con el comedor casi vacío, elegimos sentarnos en una mesa como arrinconada y coqueta en una de las esquinas. Yo, buscaba un entrecot de vaca que como siempre, magnífico, más que cumplió con la recomendación de mi amigo el dueño. Manuela, fiel a sus costumbres eligió pescado; un sublime pargo al horno… Una vez hecha la comanda, encarantoñados ella y yo, esperamos las entradas, que fueron aterrizando poco a poco y a tiempo sobre el blanco de nuestro mantel.

La ensaladilla de bogavante no podía estar más ni mejor provista; sincera, jugosa; sabrosísima es poco superlativo para su acierto… Después, casi lloramos, al echarnos a la boca unas alcachofas confitadas y salteadas con esmero, acompañadas de un foie a la plancha fresco y sin par.

Pero fueron unas croquetas… Me supieron en verdad a aquel pescado roquero: a rata y araña, a gallina y ñora.

Unas sencillas croquetas de pescado, pequeñas, humildes y que nos resultaron del todo escasas dado su éxito, fueron las que más sorprendieron a mis papilas, y me llevaron a uno de esos viajes de ida o de vuelta que uno espera hacer cuando va a un buen restaurante… Y yo, cada vez que voy a éste, viajo. En este caso, fue un viaje de vuelta.

Volví directo a mis recuerdos veraniegos frente al mar, cuando de críos, bien temprano, ayudábamos a los pescadores a varar sus enormes chalupas de madera arrastrándolas playa arriba hasta dejarlas fuera del alcance de las olas… Y como pago en especie a nuestra ayuda, aquellos exhaustos pescadores nos regalaban parte de la morralla humilde que nadie compraba: gatos, arañas, ratas y gallinas; rayas, pequeños cangrejos, caracolas y alguna que otra almeja huérfana. La otra parte, se la guardaban para ellos.

Pues con aquel rechazo para pobres, armaban entre mi abuela y mi madre un caldero, al borde justo del mar, difícil de describir… Aceite de oliva y ñora frita lo justo para el majado; ajo, tomate y pimentón; caldo, sal y tiempo; arroz, azafrán, y saber hacer.

Todo aquello en unas croquetas.

Pues si quieres viajar, ya sabes, no se puede fallar donde Silvino y Encarna.

Es una marca de la casa.

……….

También viajé hacia atrás en el tiempo, al acordarme de cuando nos llevaban de marcha… Ellos eran los mayores: Silvino y el Patolas; el Yoni y el Moreno; Luis el de Baqueta, Miguel Ángel Cárceles, el Teodoro, el Pichas. Y nosotros éramos los pipiolos, acabándonos la edad del pavo: el Silvinico, Iván Cárceles, Rincón, Paco el Gordo, Santi Soto, yo.

Con ellos, estábamos seguros porque eran buenos chicos y estaban bien amueblaos. Éramos todos algo golfos, eso sí, pero también estábamos educados como ya no se educa hoy… Era, como ir con unos primos mayores que tú… Solo corríamos los riesgos propios de la juventud desbocada.

Pero de todo ésto que os cuento, hace ya muuuchos años.

Me toca entrar ya… Os dejo.

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.

💕

El Buey y el tocino de cielo

Publicado el 19 de febrero de 2019.

Resultó una excelente cena, de lo más coqueta y sin mucho aspaviento culinario; sencilla… El pulpo, diríase estofado, acomodaba su sabor maravillosamente rodeado de unos sedosos corazones de alcachofa, cuidadosamente perfumados con especias y confitados hasta el deleite. Mi entrecot, maduro, magistral como siempre, hizo justicia y merecer la altura de la fama del local… Y por último, el rodaballo mimado al horno que Manuela pidió, también resultó mullido y perfecto para lo sibarita de la comensal.

Peeero, fue en los postres…

Sin dudarlo, al oír la sugerencia de Pilar elegí el tocino de cielo ignorando el resto de las excelencias del abanico de postres. Pero, al instante, me percaté del leve guiño renuente de Manuela desaprobando discretamente mi elección… Por ello, como mi intención era la de compartir el postre, cambié mi ilusionada elección inicial por otra más mundana y más acorde a su gusto: helado de turrón. ¿Qué se le va a hacer…?

– Muy bien: helado de turrón. En seguida…

¡Ay, el destino…! Agradezco la conjura de casualidades que produjo una tan maravillosa carambola… El caso es que Pilar de manera providencial se equivocó, y por bendito error, trajo a la mesa mi elección primera: el tocino de cielo. Tras un momento de duda y el cruce de una mirada indulgente y comprensiva con Manuela, decidí, que no iba a hacerles el desaire ni causarles la molestia de que me cambiasen el plato. Ese error parecía como una señal, insistente, de que quizás, no debía de irme sin probar ese postre.

Y ahí empezó todo… Un carrusel de olvidos infantiles me embistió desde la primera cucharada, como a Antón Ego en la maravillosa película de Ratatouille… Pareció como que una puerta, en algún recóndito zaquizamí de mi memoria instintiva, se abriese. Recovecos íntimos repletos de borrosos recuerdos; lugares donde guardamos casi como tesoros olvidados, rastros de antiguos olores y sabores perdidos; quizá también aquellos besos que no dimos; y seguro que ciertos ánimos añorados, precisamente también por perdidos.

Y de entre esas memorias rescatadas distinguí a mi madre, guardando como oro en paño aquellas yemas de huevo sobrantes después de elaborar sólo con las claras, los níveos merengues batidos de sus celebradas, legendarias y ahora añoradas tortadas de novia… La rememoré, remangada y ataviada con aquel entrañable delantal raído, heredado, de pequeños cuadros blanquinegros; siempre espolvoreada de harina, de canela, polvo de chocolate o de azúcar glas. Sus manos diestras empalagadas hasta los codos de pegotes de masas palpitantes, de chorreones de confites y merengues.

A los pocos días y con solo el rechazo de aquellas cándidas yemas, únicamente azúcar y el punto de cocción, creaba mi madre una ambrosía realmente excelsa y sublime: el tocino de cielo.

De las volutas de mi memoria rescaté, incluso, aquel ‘toque secreto’ que convertía ese dulce de yema de mi madre en el mejor que yo haya probado nunca. Me vi, a fuego lento, removiendo parsimonioso aquella mixtura olorosa, hasta que ella misma sentenciaba el punto justo de cocción.

Cucharadas lentas de tan delicado colofón de yema. Suavidad como de besos golosos y melosos, exquisitos. Textura suave pero densa, como de dulce nube espesa. Sabor prístino, solo a huevo y caramelo… Sorpresa de almendra tostada al fondo.

Aquel baile de sentidos y recuerdos, hicieron de mi cena un rato realmente maravilloso… Y un buen whisky al final.

Gracias Pilar. Y gracias Moisés.

Y gracias… Manuela. 💕💞💕

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.

Mariscadas…

Acabábamos de entrar en aquel restaurante tan auténtico que nos habían recomendado: La Maruxía… Situado justo, junto al dique del pequeño y coqueto puerto pesquero de La Guardia, en Pontevedra. Recuerdo que como hago siempre me acodé en la barra del bar esperando a que nos atendiesen, cuando de repente y empujando de espaldas la puerta de entrada al restaurante con un lado del culo, entró un hombre rana con una enorme red colgada al hombro, llena hasta los topes de percebes chorreando agua de mar recién acabados de mariscar.

Cuando se acercó el camarero a ver qué se nos ofrecía, yo, como haciéndome un poco el gracioso me puse a guiñarle el ojo y a señalarle tímidamente con el dedo al marisquero: «quiero de eso…» No sé si se lo dije realmente o si sólo lo pensé. Lo que sí recuerdo es cómo sonreía el camarero al mirarme: «Síganme, por favor…» Y echamos los tres a andar detrás del mariscador que también se dirigía a las cocinas… Mientras, yo, como embobado no podía dejar de mirar la saca chorreante que llevaba el hombre colgando. Percebes. ¡Mmmm…!

El tipo del traje de buzo y su cargamento finalmente se perdieron por una de las puertas de la sala, y el camarero nos acompañó a una de las mesas de aquel comedor, con el cocedero de marisco situado bajo una enorme campana metálica extractora justo en medio del salón, y desde la que podías ver perfectamente cómo manejaban tu comanda… Al poco rato, y con una simpatía francamente gallega se nos acercó el dueño del restaurante: Marcelino; se presentó.

— Un placer. Somos de Alicante, y humildemente y como verdaderos ignorantes, venimos a que nos aconseje Usted para pegarnos una buena mariscada gallega.

Recuerdo cómo se rió abiertamente Marcelino tras presentarnos todo el género de la carta: nécoras, bueyes de mar, bogavantes y percebes, ostras, almejas, zamburiñas, pulpo… El tonto de mí le dijo aquéllo de: «no sé, pónganos un poco de todo…» Menos mal que el listo de él, y sin dejar de sonreír, nos dijo lo de: «de eso nada, se van a comer ustedes justo lo que yo les traiga; confíen en mí…»

Y oye, no hizo falta más.

Lo primero que nos trajo y bajo su responsabilidad fue una botella de vino de la zona, blanco, de la denominación de origen O Rosal, y que después de probarlo no lo podré olvidar nunca: maravilloso… en su punto de frío de cubitera, tanto, que cayeron dos botellas.

Lo segundo que nos trajo y también a su elección, fueron tres bueyes de mar enormes que diríase que chillaron al echarlos a la olla hirviendo de tan frescos; vivos, los pobres… Luego, los enfrió con hielo y nos los sirvió desmembrados con las pinzas, el pecho y las patas presentados en una fuente acompañado todo ello con unas tostadas y una especie de paté, hecho tan solo con aceite de oliva, un poco de sal, y los mejunjes triturados del interior de la cabeza del cangrejo servidos en su misma carcasa hueca. Y estoy casi a punto de llorar sólo de recordar los sabores…

Lo tercero que nos propuso, por supuesto, fue otra fuente pero gigante esta vez con más de tres kilos de piedras y percebes de aquellos que chorrearon la puerta de entrada del restaurante… Me fijé, en cómo los echaban a una olla gigante, y en cómo el cocinero contaba los segundos que aquel extraordinario género debía cocerse para quedar a la perfección. Con una escurridera también gigante Marcelino fue sacando las piedras y percebes de la olla sumergiéndolos en hielo, y depositó todo aquéllo en una fuente metálica gigante que cubrió con una toalla blanca, mojada e inmaculada.

Estaban entre tibios y frescos; la textura y la sal; el caldo que soltaban… No olvidaré nunca cómo me chorreaban hasta los codos de tanto chupar y comer aquellos manjares, de tanto sorber ambrosías. De lo que costó la cuenta, la verdad, es que no me acuerdo.

¡Coooño, 😳 como los socialistas 🙄…!

eeen fin.

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.

Cosas de San Valentín

Con Mi Señora la otra noche fui a cenar donde Moisés y Pilar: al Buey. Almoradí, Alicante, España.

Era San Valentín y claro, había que dar la talla y dejar el pabellón bien alto. Cumplo ya doce años disfrutándola y quería, como que gastarle una pequeña broma romántica además de invitarla a una bonita cena a ciegas… El caso, es que pregunté en dos o tres restaurantes de por ahí que sé que le gustan, pero me salieron dos cucás y una falluta. Tuve suerte, y en ninguno de ellos encontré mesa, así que no me lo pensé y llamé donde Moisés porque sé que siempre acierto; y encima, me atendió una voz que se parecía a la de Pilar, por lo que tuve la sensación de que estaba en casa… Reservé una mesa.

La chispa y la sorpresa son la clave: una cena a ciegas. Le vendé los ojos cuando subimos al coche y le dije que confiase en mí… ¡Jájaja…! ¡Que la iba a llevar por ahí…! Salí sin rumbo alguno dando vueltas y vueltas por ahí, cuando a los diez o quince minutos simplemente volví al pueblo, y paré el coche delante de ese restaurante que sé cuánto le gusta… Le retiré con cuidado el pañuelo de los ojos y transcurrieron un par o tres de segundos y parpadeos, hasta que giró la cabeza y me empezó a sonreír… Seguramente pensaría aquéllo de: «¡qué cabrón, me come la cabeza con lo de la cena a ciegas de San Valentín y al final no me saca ni del pueblo…!» Pero bueno, en cualquier caso lo hizo sonriéndome. La adoro.

Elegimos la mesa que está coquetamente situada detrás de una de las columnas del comedor. Lo primero que pusieron sobre ella fue una bandeja de loza con unas rebanadas calientes de un pan adorable, y un pequeño cuenco con sal Maldon y otro a juego, con una nuez de manteca de la caldera pero de la de verdad, de cerdo… Luego, un par de entrantes de los de sacar nota: hacía tiempo que no me comía los deliciosos pastelillos de la casa, y las alcachofas con gambas nos dejaron con muchas ganas de más… Más tarde, para La Señora un lomo enorme de corvina asada con alcachofas y tomates cherry adornado todo ello con una salsa que quitaba el sentío, y mi acostumbrado entrecot. Somos de plato único… Y nos va muy bien diría yo.

Y no sé si viene a muy a cuento o no, pero hoy, con tanta promiscuidad (3. f. Mezcla, confusión) hay quién se cree que ha inventado la manteca de la caldera, sexual… Y si hoy, y con ésto de la promiscuidad sexual, hay quién se cree que ha inventado la manteca de la caldera, es que pasa más hambre que los pavos de la Tía Canilla que iban a comer y volvían riéndose… 🙄😳 No sé si habéis oído a los pavos cuando se ríen, yo sí… 🤣😂 Ésto de los refranes y de la promiscuidad es más viejo que la orilla de la playa, o que el hilo negro…

¡Vaya unos refranes españoles tan acertados…!

La manteca de la caldera ya era uno de los últimos resquicios alimentarios en la dieta de los neanderthales. Cuando cobraban una pieza y la despiezaban, y después de cocinarla de alguna manera y de que los mejores se comieran los mejores pedazos, lo único que quedaba en el fondo ya frío era la manteca: la grasa. Bien es verdad que en ella se queda prendado el sabor y el olor como en los perfumes, pero solo era grasa, no nos confundamos .

A mucha gente le da por creer que descubre el mundo en cada generación. Es lo que hay: siempre va a haber un iluminado fanfarrón que se crea que inventa cosas pero solo porque es un tonto perdido… Por eso, hay que leer y clasificar la literatura por generaciones en el tiempo. Porque aunque el amor siempre será el amor, uno se lía.

…eeen fin. No sé si se me entiende.

Finalmente, llegamos al suculento pacto del postre para compartir: tarta de queso mirándonos, confitura de arándanos, un ratico más, y dos chupitos… Un amor. La chispa y la sorpresa son la clave.

Te quiero 💕

Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.