Creo que la engañé, un poco.
Era casi la hora, y no sé por qué me dio por preocuparme de si la casa olería demasiado a lejía. Mi hermana, cuando se enteró de que me había separado y de que me había ido a vivir yo solo a nuestra casa en la playa ya me lo dijo:
— ¡Ay Nene, no te desidies…!
Y claro, había estado fregando la vajilla fermentada varios días en el fregadero, aireando y haciendo las tres camas que llevaba en danza cambiando las sábanas, restregando los suelos con ahínco y con lejía, y recogiendo basura y enredos esparcidos por doquier… También limpié a fondo los baños, e hice la colada, porque pensé que sábanas camisetas y calzoncillos colgados en una cuerda de secar la ropa hablarían bien de mí, y me harían parecer algo así como un tipo limpio y hacendoso.
Sólo tres meses, sabía yo, que era muy poco tiempo para una cita después de mi desastroso desastre; que todavía no estaba preparado; peeero, el destino había insistido y aunque asustado y cerrado por derribo, acepté el reto de su compañía esa noche catorce de febrero de dos mil once, día de San Valentín.
Nos conocíamos desde hacía muchos años, pero, cuando le vi en el umbral de la puerta estaba algo lejos de parecerse al recuerdo que tenía de él: estaba como más… no sé. Situada junto a la orilla del mar su casa era muy vieja, pero me tranquilizó al entrar el sutil olor a lejía, a limpio… Me hizo pasar por un corredor con estancias a ambos lados hasta un pequeño salón frente al mar. Hacía frío pero no allí. Los cristales cerrados de la ventana abierta nos mostraban de par en par una gran playa vacía, un cielo gris, viento, y el mar como que acercándose cada vez más con su oleaje. Era febrero.
Pero fue cuando me dijo que estaba preparando un revuelto de setas con chorizo cuando ya me relajé del todo, y me dispuse a disfrutar en verdad de la velada.
No sabía yo si acertaría con lo del revuelto de setas, pero, como sólo cocino cosas que me gustan pensé, que debía dejarme llevar por mi instinto culinario y ponerle en el plato algo sencillo aunque con un toque de chorizo picante. Luego, supe, que había acertado del todo con lo del picante.
Una vez que entró en casa la hice pasar hasta el fondo, y frente al mar, la senté ante una ventana y una pequeña mesa plegable con dos sencillos servicios listos para que nos pusiésemos a cenar. Había una selección de fotos y música reproduciéndose en el ordenador que tenía en el salón. No tenía televisión.
Cuando me senté frente a aquella mesita, me hizo gracia ver que en el salón en vez de televisión tenía un ordenador encendido. Y me gustó -y todavía me hizo más gracia- cuando me di cuenta que lo que me estaba enseñando eran fotos que él mismo había hecho y esa música tan rara que se ve que le gusta: jazz, me dijo.
¡Qué romántico…!
He de reconocer que con lo de las setas y el chorizo ya me dió enmedio enmedio, porque ambas cosas me gustan con locura y siempre me recuerdan a mi pueblo. Y no, no recuerdo cuál fue el segundo plato, aunque lo que sí recuerdo fue que al final de la velada me dijo aquéllo de:
— No, no quiero que te vayas.
Después de una noche de cena y charla tan memorables, no me puedo quitar de la cabeza el momento tan crucial de darle aquel primer beso furtivo, mirándola a los ojos, charlando sentados muy muy juntos en el sofá, y sin estar del todo seguro de si no me devolvería una bofetada…
Pero no, no me la dio; y así hasta hoy.
…eeen fin. 💕❤️
Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras.