Publicado el 8 de marzo de 2019.
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Mil novecientos setenta y siete, o setenta y ocho… Aquella mañana hacía frío; primeros de octubre. Eran los inicios del curso y la Maestra traía ese día un humor de perros; algo raro seguro le pasaba. Huraña, como dolorida o descompuesta y muy muy arisca. Nos reprendía con una acritud inusitada, tan solo, porque algunos traíamos no sé qué tareas sin hacer… Así, decidió por ello y se dispuso, a administrarnos aquel correctivo tan típico de la época. El primero del curso.
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Éramos cinco; nos levantamos en silencio y formamos una hilera; dóciles, estiramos al frente el brazo derecho girando la palma de la mano hacia arriba; y resignados, esperamos casi temblando el golpe y la quemazón de un buen reglazo.
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Parece ser que Jorge al vernos, por imitación y seguramente creyendo que aquello era algún tipo de juego, se levantó también de su pupitre y muy divertido se colocó el primero de la hilera por la izquierda justo a mi lado, remedando nuestra postura con el brazo derecho extendido con la palma de la mano girada hacia arriba. Pero él, sonriendo…
Solo un momento antes la profesora se había girado, dándonos la espalda para coger de la mesa aquella temible regla de madera. Y debido seguramente a esa desazón personal en la que se encontraba, se ve, que no se dio cuenta de la incorporación inesperada de Jorge a esa hilera de justiciables esperando castigo.
Tenía la pobre, sin duda, una mala mañana.
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Todavía de espaldas y algo teatrera, alzó con ademán brusco aquella regla; después, se giró hacia nosotros, despacio… Pero lo hizo sin mirarnos directamente, con ojos gachos, como contritos. Mirada esquiva o avergonzada, fija tan sólo, en esa primera mano de aquella hilera de manos anónimas… Seguramente no se sentiría bien mirando a la cara de sus reos en el preciso momento de ajusticiarlos.
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Se oyeron entonces tres sonidos casi simultáneos: el chasquido seco del reglazo contra aquella primera mano abierta, la de Jorge; inmediatamente una palabrota y un gruñido; y finalmente solo se oían los espantosos aullidos de dolor de la Maestra al recibir como respuesta instantánea a su reglazo, el tremendo patadón en la espinilla que cual resorte, Jorge le propinó con aquellas temibles y enormes botas reforzadas que siempre usaba.
Patadón aquél que quebró su tibia, y la hizo caer como se desploma un árbol talado tras el último y definitivo hachazo.
… 🙄😳
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Se le veía feliz viniendo por fin al colegio, puntual como un reloj y con aquella destartalada cartera de cuero cobrizo. En ella atesoraba su almuerzo, algunos lápices de colores mordidos y gastados, y un ajado cuaderno maltratado, garabateado y grasiento. Grasiento, porque tenía la obsesiva costumbre de almorzar siempre lo mismo: un bocadillo, su favorito, con abundante aceite de oliva y chocolate en polvo… No existía nada parecido a la nocilla en aquella época.
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Se había ganado por méritos propios, el que le considerásemos uno más, uno de los nuestros. Era un niño enorme para su edad, más de setenta kilos y muy fuerte; su aspecto, algo osco, realmente imponía. Pero era sin embargo muy cariñoso, obediente, y tenía la empatía y el sentido común suficientes para portarse de manera más que correcta en clase; mejor que muchos otros que no éramos de su condición.
A los nueve años sus padres y profesores tuvieron la audacia en aquellos tiempos, de acordar que, por su bien, Jorge asistiese normalmente al colegio con la chavalería de su edad. A los niños como él simplemente se los ocultaba, enclaustrándolos en el oprobio de sus familias y en el silencio de sus casas; seguro que con la buena intención de protegerles del mundo exterior, pero condenándolos sin remisión al vacío de una vida castrada, sin estímulos ni amigos.
… 🙄😳
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Jorge no entendía nada; era la primera vez que le habían disciplinado en el colegio. Estaba asustado por el reglazo, por la patada, por la sangre y los gritos; por los otros maestros entrando alarmados en tromba; por las expresiones de pavor en nuestras caras debido a tamaño suceso.
Gritos, llantos, carreras.
Recuerdo que intenté calmarlo hablándole conciliador, y pasándole amistoso desde atrás mi brazo sobre sus hombros. Desorientado, sin mirarme y creyéndose amenazado, braceó bruscamente para zafarse de ese abrazo golpeándome sin querer en la cara… Caído en el suelo yo también, empecé a sangrar profusamente por la nariz.
Al girarse, reconocerme y darse cuenta de mi estado, agarrándome con suavidad de los brazos y sin esfuerzo me levantó con sumo cuidado.
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Miró mis ojos con una expresión asustada; de disculpa diría. Yo, vi lágrimas asomando en los suyos. Y sin dejar de mirarme, espantado por la hemorragia que manchaba mi cara y mis ropas rompió a llorar. Pero lo hizo en un completo silencio, no emitía suspiro, queja o sonido alguno. Sólo unas leves muecas quebradas en su cara y el rastro de los carriles húmedos de sus lágrimas, evidenciaban ese llanto mudo, tan sentido.
– ¡Perdona amigo! ¡Perdona amigo! ¡Perdona amigo…! Me repetía.
Éramos vecinos; apenas a doscientos metros vivíamos el uno del otro.
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De repente me abrazó de lado con toda la firmeza de su brazo derecho, y con un leve empujoncito pero que no admitía oposición alguna, comenzamos a caminar buscando la puerta de salida del colegio ignorando, o empujando, a todo aquél que pretendiese impedírnoslo.
– ¡A tu casa! ¡A tu casa! ¡A tu casa!
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Al escabullirnos de clase trompicando en medio de la confusión, vimos a la Maestra tirada en el suelo sangrando por una tremenda herida contusa y con la pierna deformada por la rotura. Chillaba la pobre, retorciéndose de dolor, a la vez que desesperada pedía auxilio a los otros profesores que en ese momento la asistían. Tenía la falda grotescamente remangada por la caída.
No podía saberlo entonces pero, en ese momento, descubrí la causa de su humor de perros cuando, mirándole las bragas, extrañado, vi esa mancha marrón oscura que como empapaba aquel triángulo blanco de su entrepierna.
Todo un misterio para mis ocho años.
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Finalmente, trastabillando, pero abrazados y casi al paso, pudimos salir del colegio… Jorge parecía un jugador de rugby placando y apartando bruscamente con su potente brazo izquierdo, a todo aquél que osó interponerse frente a su resuelta intención de llevarme a toda costa, indemne a mi casa.
Y lo consiguió.
Gracias Jorge; que sepas que no lo he olvidado…
Me libraste de aquel primer reglazo, y me acompañaste hasta el final.
…eeen fin.
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Antonio Rodríguez Miravete. Juntaletras